Hace unos días mi abuelo hubiera cumplido 100 años, y me acuerdo mucho de él.
De esos veranos en Salamanca, a la sombra de una higuera, jugando al Tute o la Brisca o a cualquier juego de cartas.
Recuerdo cada detalle: el calor, el dulce y placido sopor de la sobremesa; el dorado del trigo de los campos de castilla, y el sabor de las moras silvestres que aun hoy crecen en las cunetas.
Pero quizá lo que más marcó mi infancia, fueron nuestras partidas de Damas.
Comencé a jugar antes de aprender a hablar con fluidez, y lo seguí haciendo hasta que mi abuelo murió.
Ya no juego mucho a las Damas. Me pone triste.
Pero es una pena no compartir contigo un pedacito de su alma. Un poco de esa sabiduría de pueblo que tanto me ayuda en la ciudad.
Empecemos.
Para mi abuelo, la vida no era una partida de Ajedrez, donde ganaba el más inteligente. Para él era una partida de Damas, donde gana aquel que está dispuesto a dejarse comer para comer dos veces.
“Donde juego me las colocan” siempre me repetía al terminar cada partida. Eso me daba mucha rabia, y protestaba. Y él acababa prometiéndome que el día que le ganara colocaría las fichas de mi parte del tablero. Cosa que no sucedió hasta que cumplí 18 años. Colocar sus fichas una y otra vez me enseñó a respetar a quien tiene algo que ofrecer. Mi abuelo, me estaba ofreciendo su sabiduría, y solo cuando el alumno es humilde, puede recibir las enseñanzas.
Recuerdo que cuando le gane por primera vez, llovía. Supongo que era la manera en que el universo celebraba por fin mi tan deseada victoria. El caso es que mi abuelo me dijo, “Enhorabuena”, y en un brote de ingratitud le respondí, “Si no me hubieras hecho trampas, te hubiera ganado hace muchos años.” Y el sonriente dijo, “No has entendido nada. Yo no te hago trampas. Porque tú no estás jugando a las Damas. Estas aprendiendo a jugar el juego de la vida. Y mi misión es disfrazarlo de tablero, y enseñarte a ganar. Aunque la vida sea injusta, aunque te haga trampas”.
Siempre jugábamos con el mismo tablero, y yo le preguntaba, ¿Por qué no te compras uno nuevo? Y él decía, “porque no es necesario. Todavía cumple su función. ¿Tú me cambiarias por otro hombre, por el mero hecho de ser viejo y estar un poco roto? Las cosas se cuidan muchacho. No lo olvides, o te irá muy mal”. —Aquel viejo tablero, todavía existe, y está en la casa del pueblo, en su lugar.
Un verano, al llegar al pueblo, mi abuelo, había construido una mesa de hormigón en el jardín para que pudiéramos comer todos juntos. Éramos muchísimos. Mi abuelo tenía 8 hijos y muchos nietos. El caso, es que un día, mis tíos me mandaron por un bote de pintura. Y encima de aquella mesa, pintaron un tablero de Damas. Les pregunté por qué, y me dijeron que no bastaba con un tablero. Porque en aquella casa, jugábamos todos. Eso me enseñó que lo que se hace con amor, permanece. Como la tradición de jugar a las Damas. Como los valores. Como estás lecciones que aún siguen grabadas en mi corazón.
No todo lo que duele mata, a veces cura. Y a mi escribir esto me ha dolido un poco, pero me ha curado otro tanto. Y es que, aunque ya no juegue a las Damas, sigo viviendo, que al fin y al cabo fue a lo que me enseñó mi abuelo: a vivir.
(Si te ha ayudado de alguna forma, comparte este texto con quien quieras que lo puede necesitar. Muchas gracias).
AG
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